Releo el “teatro selecto” de Juan Mayorga, publicado por la editorial La Uña Rota. Un libro importante, ambicioso, necesario, que recoge sus veinte piezas predilectas, de 1989 a 2014, elegidas por él. Mayorga es un verdadero hombre de teatro (dramaturgo, adaptador de obras clásicas, ensayista, reciente director) del que siempre me sorprendieron sus orígenes y su hermosa caída del caballo: de formación matemática y filosófica, descubrió el teatro como “arte de la imaginación” en 1981, maravillado ante Nuria Espert en el montaje de Doña Rosita la soltera de Lavelli.
Impresiona ver juntas esas veinte obras. Y sorprende la diversidad de temas y tonos. La portada de Daniel Montero muestra una “casa de casas”, un laberinto de puertas y ventanas. Esa “casa de casas” ha crecido, por cierto, con los innumerables montajes de sus obras en Europa y América. Leo las reseñas de Himmelweg, su texto más popular, y me gustaría verla de nuevo, porque creo que en su momento tuvo aquí algunos énfasis innecesarios. Otras tuvieron puestas, a mi juicio, impecables, como Hamelin: la releo y me cuesta imaginarla distinta de cómo se hizo en la Abadía. Curioso ejercicio, el de volver a leer obras ya vistas, o imaginarlas a partir de crónicas.
Rastreo luego algún hilo que enlace las piezas que más me gustan: Cartas de amor a Stalin, El gordo y el flaco, Animales nocturnos, Hamelin, El chico de la última fila, El crítico, El arte de la entrevista, y, recién descubierta, Reikiavik. En todas ellas creo detectar misterio y silencio, ambos crecientes. Como sería largo intentar desenredar aquí la madeja de los misterios, prefiero atender a ese silencio, que dice mucho de la obra de Mayorga pero, sobre todo, de su proceso.